Como bien acaba de decir Michael Ignatieff a su paso por España, la genuina razón para repudiar a los separatismos no es de orden económico, político o filosófico, sino moral. El independentismo se antoja éticamente rechazable no por el modo en que pudiera alterar la balanza comercial o por cómo modificaría las principales magnitudes del PIB. Si hay que combatirlo no es por eso, sino porque pretende obligar a muchos seres humanos a adoptar decisiones que bajo ningún concepto desearían tomar. El secesionismo resulta perverso porque ansía forzarnos a elegir entre identidades que forman parte de nosotros mismos. No solo aspira a romper el marco legal, también quiere desgarrar a las personas. Para un nacionalista el mundo se divide en naciones; las naciones, a su vez, deben ejercer el derecho a la autodeterminación; y la autodeterminación exige acceder a la condición de estado. Pero, si bien se mira, el rasgo más singular de las naciones es que no existen. En el reino de la naturaleza abundan las piedras, las hormigas, las montañas, las sardinas, los calamares, las nubes, los ríos, las gentes con sus infinitas lenguas, costumbres y tradiciones más o menos ancestrales. En el universo tangible hay de todo; de todo menos naciones. De ahí que, antes de que hiciera su aparición el primer nacionalista sobre la faz de la Tierra, acontecimiento que se produjo hacia finales del siglo XVIII, no constase noticia escrita de que hubiera ni una sola. Siempre, claro está, que no pretendamos tomar por verdaderas naciones a las diversas cofradías de estudiantes y profesores de las universidades medievales, que tal era el significado primigenio de la voz “nación”. Y es que las naciones, todas, han sido creación del nacionalismo, no viceversa. Y para engendrarlas necesitó un instrumento llamado estado. Nada más peregrino, entonces, que sostener la imaginaria existencia de naciones sin estado. Nunca ha habido tal cosa. Por eso, cuando Mas posea su estadito, el siguiente objetivo será inventar la nación catalana
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