SANGRE Y PERTENENCIA

Lo dice Michael Ignafieff  en “Sangre y pertenencia”, cuando las personas empiezan a considerarse a sí mismas primero patriotas y luego ciudadanos, han comenzado a recorrer el camino de la abdicación ética; una ruta que conduce al envilecimiento moral y que no admite marcha atrás. Imposible, por ejemplo, conservar algo parecido a la honestidad intelectual tras haber cruzado ese Rubicón. Pienso en ello tras acusar recibo de cómo el profesor Joan Ridao, de Ciencia Política, induce a error a sus los lectores en “El País” a propósito del muy manido asunto de Quebec. Al igual tantos publicistas locales entregados estos días al más frenético “agit-prop”, insinúa ahí el profesor Ridao la falacia de que el Tribunal Supremo de Canadá habría dado en amparar un imaginario derecho a la autodeterminación de la provincia francófona. De sobra sabe nuestro ilustre constitucionalista  que ello es falso de toda falsedad, que la autodeterminación es una figura solo contemplada en el Derecho internacional y para exclusiva aplicación en territorios bajo administración colonial. Pero, ¡ay!, el ciudadano Ridao es hoy reo del patriota Ridao, el único que ahora habla y escribe en su nombre. De ahí que les oculte sin rubor alguno la verdad. Esto es, que el famoso dictamen consultivo canadiense establecía de modo inequívoco que “la secesión de una Provincia debe ser considerada, en términos legales, a partir de una necesaria reforma de la Constitución”. Pequeño detalle, el imperativo de respetar la legalidad vigente, que demasiados aquí se empeñan en olvidar. Más allá de lo que personalmente se opine sobre el eventual divorcio entre Cataluña y el resto de España, entristece descubrir tantos casos como el del patriota Ridao.  Y no es que entre los nacionalistas  falten personas cuya primera lealtad sea hacia sí mismas, a su propia integridad por delante de la sagrada causa. Pero cada vez son menos. Por cada genuino individuo hay cien ridaos prestos a comulgar con que el fin justifica  los medios. Triste destino el suyo.

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Límites…

…de la democracia.

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Hemeroteca

“Sin embargo, deben redactarse sin contradecir la Constitución federal, porque es en esta en dónde únicamente se haya reconocida la soberanía nacional”. (Del artículo del catedrático Jorge de Esteban publicado hoy en El Mundo)

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Escolta, Cebrián

Si bien se mira, hay algo kafkiano en el Madrid nacionalmente correcto de la progresía. El Madrid siempre alerta ante la posibilidad de que se le pudiera confundir con los fachas. Ese Madrid atormentado, igual que el pobre José K también en busca de su propia culpa para dar satisfacción a los jueces del Castillo (de Montjuic). De ahí que tras la marcha sobre Barcelona le haya faltado tiempo para interiorizar el cuento de la Generalitat. Que España arrastra un problema secular de vertebración nacional, sostienen hoy sus más ilustres voceros. Algo que se resolvería integrando a los nacionalismos periféricos en un nuevo modelo de Estado, el federal por más señas.

Como si no hubiesen sido esos mismos nacionalismos los inventores del problema y máximos interesados en que jamás se resuelva. Como si resultaran integrables, algo que los desposeería de su propia razón de ser abocándolos a la extinción. Como si no fuese metafísicamente imposible convertir a España en un Estado federal por la sencilla razón de que España ya es un Estado federal. Como si, desde Prat de la Riba hasta el propio Artur Mas, la constante que identifica al movimiento catalanista fuera otra distinta al repudio del federalismo. Como si algo existiera más ajeno a su romanticismo narcisista que el afán nivelador que anima la idea federal.

Muy al contrario, el secesionismo de cabotaje que postula CiU nada tiene que ver con Estados Unidos, Suiza o Alemania, paradigmas del federalismo, y sí mucho con el añejo Imperio Austro-Húngaro de las novelas de Joseph Roth. Detrás de la parafernalia épica de las esteladas, lo suyo es un independentismo low cost en el que, a cambio de un módico tres por ciento del PIB catalán, la Corona y el Ejército españoles prestarían los servicios de una jefatura del Estado ornamental y de defensa de las fronteras. Amén, claro, de garantizar la permanencia de Cataluña en Europa. O sea, una confederación de facto amparada bajo el manto de una monarquía redefinida con tintes austracistas. Asunto que, por cierto, convierte en imprescindible la connivencia de la Casa Real en el proceso de voladura controlada de la soberanía. El siglo XVIII, eso, queridos biempensantes mesetarios, es lo que tiene in mente el Garibaldi de la Plaza de San Jaime.

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