Núñez Feijóo

Lo admito, me gusta Feijóo. Acaso pudiera ser por culpa de mi ADN gallego, pero tiendo a atribuirlo a que no resulta un tipo simpático. Al contrario, desprende todo él una distancia gélida que impide la mera tentación del compadreo, la promiscua francachela aquí tan común entre los políticos y los periodistas de su cuerda. Ante esa inflación de graciosos, castizos y salaos en la cosa pública española, es de agradecer que, de tanto en tanto, irrumpa en escena alguien con aire como de censor jurado de cuentas, un probo funcionario del poder al modo de Feijóo.

Galicia, igual que todos los finisterres, resulta ontológicamente conservadora. De ahí que las gentes del país sepan desde muy antiguo que la política, como alguna vez dijo un filósofo tory, no es nada más que una fea piedra tallada en la arena de las circunstancias. Así, a despecho de los idólatras del mercado y de sus iguales, los devotos del Estado, los gallegos nunca han esperado grandes cosas de ella, quizá porque tampoco esperan grandes cosas del hombre. Su conservadurismo, como el de los británicos, es un modo tranquilo, pausado, de no enemistarse jamás con la realidad. Prefieren lo efectivo a lo posible, lo razonable a lo perfecto, lo suficiente a lo excesivo, los cambios lentos y seguros a las prodigiosas mutaciones quiméricas que siempre andan prometiendo los ilusos creyentes en la diosa Razón.

Y en eso Feijóo encarna la quintaesencia de lo gallego. He ahí un escéptico que parece haber entendido que la política no es cosa distinta al arte de obrar modestos alivios provisionales a los males inevitables de la existencia. Amén del constante apelar a la prudencia a fin de impedir que crezcan todavía más. Un genuino conservador nunca olvida que el poder debe usarse como el ajo en la buena cocina: con tanto comedimiento que solo su ausencia se note. Supo obedecer a esa máxima Feijóo en el asunto siempre espinoso del idioma. El gallego, una lengua condenada, merece, al menos, morir con dignidad. En cambio, se empecinó en garantizar la irrenunciable galleguidad de la bancarrota posterior a la fusión forzada de las cajas regionales. Un desastre del que hoy penden miles de damnificados por las preferentes. Su gran error. El único.

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Cospedal

Mercedes dijo:

Conocí a Cospedal hace muchos años y esa biografía es asquerosa. No era una persona muy de derechas pero desde luego distaba de ser socialista. Abogada del Estado, muy lista y muy simpática. Fue abogada del Estado en varios ministerios. Entre ellos en Asuntos Sociales. Los puestos de abogado tienen varios nombres entre otros asesor jurídico, pero no son el asesor típico del partido sino por ser abogado del Estado. Sin esa oposición no se pueden ejercer. Asuntos Sociales se fusiona con Trabajo, sólo puede quedar un servicio jurídico por eso a la abogada del Estado jefe de Asuntos Sociales, Cospedal, se le da como salida el puesto en USA. Hay que tener muy mala baba para escribir lo que ha puesto Centeno o ser muy ignorante . Además los puestos de abogado del Estado los nombra el ministro de Justicia, todos sin excepción, así que nombrar a Matilde Fernandez es de una mala fe que da asco o de una ignorancia como para prohibidos escribir más

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El Gatopardo Romney

Decía el viejo Pla –y decía bien– que nada hay en el mundo que recuerde más a un español de izquierdas que un español de derechas. Aunque esas cosas no solo ocurren aquí. Sin ir más lejos, repárese en la trastienda empírica de los Estados Unidos, la prosaica realidad que se esconde tras el impostado furor escénico de las querellas que enfrentan a demócratas y republicanos. En el fondo, el consenso sobre las grandes cuestiones de gobierno entre unos y otros es casi total. Pues ni los republicanos resultan ser los furibundos enemigos del Leviatán que todas las noche dirigen sus oraciones a la momia de Ayn Rand, ni los demócratas moran en sus antípodas ideológicas.

Óbviese la charlatanería interesada de los publicistas de las dos marcas y, acaso con alguna sorpresa, se descubrirá que, en la práctica, los partidos yanquis se parecen entre sí como gotas de agua. Por algo no fue precisamente Reagan, sino el muy progresista Clinton, quien abrió la caja de Pandora de la Gran Recesión al desregular Wall Street y dar vía libre a la banca en la sombra. En puridad, lo que hoy hay instalado en Washington, más que un sistema bipartidista, es un genuino duopolio; el turno entre dos sociedades mercantiles que compiten en el mercado ofreciendo un producto similar. Así las cosas, la Convención Republicana de Tampa se apresta a nominar al Príncipe de Lampedusa de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Ese ecléctico Mitt Romney siempre empeñado en marcar distancias con las bases doctrinarias del Tea Party. Un proceder lógico cuando se repara en la esquizofrenia fiscal que sufre el electorado de las democracias maduras de Occidente. Por un lado, las clases medias exigen bajadas de impuestos en todas partes. Al tiempo, reclaman mantener –y aun ampliar– los servicios públicos asociados al Estado del Bienestar. Y todo ello sin que sus voceros dejen de manifestar una muy honda preocupación por el déficit presupuestario. He ahí un imposible metafísico que las elites políticas de aquí y allí solo aciertan a resolver acudiendo a las enseñanzas del difunto Enrique Tierno Galván ( “Los programas electorales están hechos para no ser cumplidos”). En fin, con Obama o con Romney, todo habrá de seguir igual.

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¡Es la democracia, estúpidos!

O intervenir ya para ampliar la democracia o resignarnos a que la democracia sea intervenida en nombre de inapelables imperativos mercantiles. Tras toda la retórica huera de los expertos, los tecnócratas y los charlatanes de turno prestos a pescar en río revuelto, tal es la disyuntiva a que nos aboca ahora mismo el colapso monetario de la zona euro. Dani Rodrik, un catedrático sefardí de Harvard, ha acuñado la voz “trilema” a fin de ilustrar ese proceso de desintegración del paradigma socio-político europeo (y occidental) que en última instancia ha forzado la globalización. Un colapso consecuencia de la lógica interna de los mercados, y en el que la actual crisis supone poco más que un mero catalizador. Tesis, la suya, que se presta a una exposición desoladoramente sencilla. Los países, sostiene Rodrik, están condenados a optar entre la democracia liberal, la efectiva fusión de los mercados antes locales, y la pervivencia del Estado-nación en tanto que árbitro de las reglas del juego. Y ello por la clamorosa evidencia de que esas  tres querencias resultan incompatibles entre sí. Simplemente, no pueden coexistir a la vez. De ahí que, al operar dos de los principios rectores de forma simultánea, se convierta en un imperativo ineludible desechar el tercero. Más pronto que tarde, entonces, estaríamos llamados a elegir. O bien mundialización efectiva de la economía, eliminando las cortapisas que la democracia parlamentaria ansiara imponer a ese proceso a través de las regulaciones nacionales (léase subordinación del sufragio universal a la plena soberanía a las elites tecnocráticas). O bien mantenimiento de los poderes elegidos en las urnas, haciendo que los mercados vuelvan a operar de forma predominante en el mismo plano doméstico que las instituciones políticas. O, tercera y última, consolidación de la expansión transfronteriza de los actores económicos, pero afrontando al tiempo la perentoria creación de, en nuestro caso, los Estados Unidos de Europa. De hecho, nada hay más parecido al entorno social que hoy exige el euro que el viejo mundo del patrón-oro vigente en el siglo XIX. Un paisaje institucional que no por casualidad pasó a los libros de historia en cuanto el derecho al sufragio se extendió a la generalidad del censo. Porque el problema no es Bruselas ni Merkel: es la democracia.

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Participaciones preferentes

 

Esa máquina de crear riqueza, el capitalismo, no podría –no podrá– sobrevivir mucho tiempo al cinismo institucionalizado, al todo vale y el sálvese quien pueda (seguir leyendo)

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