Continúo la pequeña historia sobre cómo Irving Kristol, a la sazón coeditor de la revista Encounter, rechazó el ensayo de Michael Oakeshott “La actitud conservadora”.
Eso sucedió en 1956, y Kristol lo evocaba en 1995: “La verdad es que, a pesar de que admiré inmensamente el ensayo, realmente no me gustaba. Que es otra forma de decir que no estaba de acuerdo con él. ”
El primer gran desacuerdo del americano con la visión del conservadurismo del británico era su carácter ”irremediablemente secular”. Kristol, un conservador judío, no lo era: “es imposible que una persona religiosa tenga la clase de actitudes hacia el pasado y el futuro que encomia la disposición conservadora de Oakeshott”. Y también: “La sociedad conservadora ideal de Oakeshott es una sociedad sin religión, porque toda religión nos vincula tanto al pasado y al futuro como al presente”.
El segundo desacuerdo de Kristol estaba relacionado con lo que, por simplificar, llamaré el patriotismo americano, y la que a su juicio era principal divergencia entre el conservadurismo americano y el británico o europeo. Según Kristol, “el conservadurismo en América es un movimiento, un movimiento popular, no una facción interna de un partido político”. (De hecho, Kristol había defendido antes el “nuevo populismo” conservador americano, que definía como una reacción del sentido común popular a la revolución en política social, hecha-desde-arriba, que se venía desarrollando desde los años 60).
Es notorio que la visión de Oakeshott es “secular”, y que ello refleja también una diferencia entre Estados Unidos y Europa. Por cierto, Benedicto XVI tiene una reflexión interesante sobre los orígenes de esa diferencia, en “Sin raíces. Europa. Relativismo. Cristianismo. Islam”. Esa diferencia significa también, en mi opinión, que en Europa una política no secular, una política en la que la religión sea una referencia explícita, no es ya posible. Pero lo interesante no es tanto eso, sino otra cosa: los neoconservadores apreciaron la religión también como sustento de valores y conductas necesarias para mantener la sociedad.
Aunque su respuesta -la religión- no me parece válida para Europa, creo que llevan razón al señalar el problema: sin un nexo común, una cultura comúnmente aceptada, no es posible ese gobierno-árbitro de Oakeshott. Un gobierno se puede limitar a ser custodio de las reglas generales de conducta, cuando esas reglas cuentan ya con una aceptación general, cuando forman parte de la cultura política de la sociedad, de su tradición.
No considero en absoluto a Oakeshott como un liberal en el sentido que ha adquirido el término entre nosotros. Pero creo que ahí, al igual que algunos liberales, que cifran la solución en dejar funcionar sin trabas el mercado, da por sentado una cultura homogénea, un tejido social que comparte determinados valores, y que hacen innecesario que un gobierno incentive unos y desincentive otros. Pero ya no tenemos sociedades culturalmente homogéneas.
Por eso y por otras cosas, estoy más con John Gray en que “la tarea de la política gubernamental conservadora consiste en cuidar la cultura y las instituciones que actúan de matriz del individualismo a fin de garantizar que el modo de vida individualista no diezme hasta tal punto el capital moral y cultural de dicha matriz que acabe por convertirse (como temía Schumpeter) en un episodio con una fecha de caducidad autoimpuesta”. (De “Una predisposición conservadora, 1991).