La verdad tampoco

A  esta larga crisis la acompaña  un tufillo moral desde el principio. Tanto se ha declarado culpables a los codiciosos  como a los  manirrotos, y  lo que ocurría se contaba como un castigo inevitable o necesario de aquellos vicios.  En esa misma línea moralizante, ahora se  depositan aquí grandes esperanzas en la verdad: cuando se conozca toda la verdad sobre el estado del sistema financiero español, los mercados se calmarán y demás. Yo creo que si los inversores salen corriendo ante la posibilidad de un  agujero, cuando ven un bonito y real agujero,  salen en estampida.  Bankia como indicio.  

Donde sí conviene que rijan criterios éticos y  es preciso investigar, dirimir responsabilidades y sancionar, si llega el caso, es en la política. No creo que nada de eso vaya a hacerse en una comisión de investigación parlamentaria -algo más seria me parecería una investigación judicial-  pero la comisión es un ritual inexcusable en una democracia.  Un gobierno no puede actuar sólo para los mercados (y el directorio europeo). 

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¿Está Madrid haciendo un “juego del gallina” con la UE en relación al sistema financiero y Bankia? Así lo ven en esta crónica del  Financial Times.

Y ya empieza a saberse que exige a cambio  el directorio: subida del IVA, ascenso de la edad de jubilación. Para empezar a hablar, me temo.

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Los males de España

 

Es fama que Ulrich, el hombre sin atributos de Robert Musil, renunció definitivamente a todas sus ambiciones en la vida intelectual cuando por primera vez oyó calificar a un caballo de carreras de “genial”. Y he de confesar que me ocurre otro tanto de lo mismo desde que, hace unas horas, supe honrado con el Premio Príncipe de Asturias de las Humanidades a Super Mario Bros. Así las cosas, ¿a qué extrañarse de esa indiferente clandestinidad que ha marcado tanto el centenario de Joaquín Costa como la reedición de “Los males de España”, de su par Macías Picabea? Ambos dos más contemporáneos hoy que nunca. ¿Cómo no reconocer al punto la bilis negra, el tono vital que marcó la seducción por el pesimismo tan propia de Costa y los regeneracionistas en la flagelante España de ahora mismo? Al igual, por cierto, que los muy familiares rasgos del paisaje moral que retrata “Oligarquía y caciquismo”, una obra que nadie diría escrita en tiempos de la regencia de María Cristina. Por no apelar, en fin, a la común ausencia de patriotismo, ese continuo anteponer lo privativo, particular y partidista sobre el interés general, vicio ecuménico al que se entregan con pareja fruición unos y otros. Narcisismo masoquista llamó alguien a esa querencia hispana por lo decadente, el secular cordón umbilical que todavía nos mantiene unidos a la generación de Costa y sus epígonos. Repárese al respecto en lo que firmaba el indignado Picabea allá por el año de Nuestro Señor de 1899: “[El tipo de interés del 6 por ciento por entonces impuesto a la deuda pública] Esto es, sencillamente, una usura, una iniquidad, la ruina nacional. No puede ser, no debe ser, no es conveniente que sea. ¿Cómo ni por qué, siendo el precio medio del dinero en Europa un 2,5 por ciento?”.  Una quita a los acreedores usurarios, añadía luego el iracundo Macias, tendría que ser la única solución justa y viable. Lo dicho, Costa y Picavea, dos contemporáneos.

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El trastorno nacionalista

El Ministerio de Educación ha retirado la expresión «nacionalismo excluyente» del temario de Educación para la Ciudadanía a instancias de la consejera catalana del ramo, lo que indica, en primer lugar, que el gobierno catalán se ha sentido aludido. También podría ser que los señores de CIU consideren incompatibles el nacionalismo y la exclusión, sin más, y que la señora Rigau solo hubiera advertido al señor Wert sobre lo que considera un oxímoron. Si así fuera, le bastará con abrir un libro de historia contemporánea, gesto que haría juego con su cargo. De cualquier modo, la corrección es un acierto. Nacionalismo, y punto. ¿Por qué no cabe hablar de nacionalismo excluyente? Por la misma razón que nadie habla de bebés jóvenes o de nudismo desvestido. El pleonasmo.

Aquí el nacionalismo aplica una pedagogía del odio cuyo último logro se ha visto en la final de la Copa del Rey. Abucheos al Príncipe, burlas al monarca, mofa de los símbolos institucionales y ofensas premeditadas a millones de personas. Es de esperar que den por vengado el «expolio» por una temporadita. ¡No pierdan ese espíritu constructivo! Mientras se relamen, acudamos a la doctrina.

Merle y Gonidec, desde el campo de las relaciones internacionales, clasifican el nacionalismo como ideología destructiva. Hay poco que añadir. Más miga tienen los dos filósofos del nacionalismo Ernest Renan y Ernest Gellner, cuya disección se practicó desde la aprobación o comprensión del fenómeno. El primero pronunció en el siglo XIX esta frase: «El olvido, e incluso diría que el error histórico, es factor esencial en la creación de una nación». El segundo, cien años más tarde, hizo hincapié en el mecanismo operativo del nacionalismo: armonización de lo diverso, homogeneización de lo heterogéneo, imposición de una cultura y un idioma en detrimento de otros.

Los nacionalistas catalanes suelen acusar de nacionalistas españoles a cuantos conciudadanos no comulgamos con sus ruedas de molino. También nos llaman muchas otras cosas bonitas que no vienen a cuento, pero lo interesante es esa lógica especular: todo el mundo sería nacionalista de una u otra tierra, de uno u otro pueblo. Necesariamente. En ese aspecto, no hay ideología más totalitaria, pues ni siquiera contempla la no adscripción. Tampoco entienden los aquejados que constatar la existencia de una nación no equivale a ser nacionalista, del mismo modo que afirmar «ahí hay un polvorín» no predispone a todos a sacar un mechero.

El problema nuclear es su intrusivo concepto de identidad; quien no interioriza los rituales de la tribu es un ser anómalo, a tratar o a aherrojar. El nacionalismo es una creencia que sojuzga al intelecto, lo supedita a una triste pasión hasta que la nación ocupa el centro de la identidad individual. Así lo dibujó, con toda fidelidad, un consejero de cultura catalán en la ponencia de un congreso convergente, años ha. Alrededor del rasgo nacional, trazaba otros círculos concéntricos del yo, pero eran menos íntimos: la familia, la profesión.

Solo un trastorno semejante puede explicar la experiencia del viernes. El presidente Mas, que alcanzó su cargo con un vídeo electoral donde un ladrón cubierto con la bandera de España robaba la cartera a un viandante cubierto con la de Cataluña, que votó «sí» a la independencia en un referéndum bufo, y cuyo partido tiene como objetivo un «Estado propio», pidió auxilio al Gobierno central para pagar las facturas a fin de mes y… acto seguido, se plantó en el estadio Vicente Calderón para oír cómo una muchedumbre envenenada por su matraca del expolio y el desapego llamaba hija de puta a su homóloga madrileña. Como si no fuera con él esa onda expansiva.

Juan Carlos Girauta, ABC, 27/5/12

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¡Cuánto desorden y confusión!

El sociólogo Víctor Pérez Díaz escribía ayer una Tercera en el diario ABC (Ciudadanos y autonomías) que incluía esta constatación:

“En una encuesta reciente (La crisis y las autonomías, de Víctor Pérez-Díaz, Josu Mezo y Juan Carlos Rodríguez, www.funcas.es), los ciudadanos marcan distancias entre ellos y los medios y los políticos. El 73% dicen que los medios informan sobre la crisis económica de manera desordenada y confusa; lo cual no sería informar, sino generar ruido; no comunicar, sino reproducir ignorancia e inducir al desconcierto.”

Esta nota no sólo me parece interesante por la obviedad de que la prensa (en general, naturalmente) informa de manera desordenada y confusa sobre la crisis (quizá, en parte, porque la crisis es confusa y desordenada). Sino, sobre todo, por esa “distancia” que señala entre los ciudadanos y los medios, que es aproximadamente la misma que entre los ciudadanos y los políticos. Eso no está muy lejos de decir que los medios y los políticos son vistos como si fueran lo mismo,  cosa que tampoco está muy lejos de la realidad.

Lo curioso es que se vea así en una época en que los medios (en general) destilan una actitud muy crítica con los políticos (en general).

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A las nueve de la mañana, en el aeropuerto de Barajas, he visto pasar a un grupo numeroso de aficionados del Atletico de Bilbao. Iban vestidos con las camisetas del equipo, algunos llevaban boinas, otros no sé qué tocados. Procuré no fijarme. Estaba todo el mundo  tomando su desayuno, leyendo la prensa, con su ipad y sus cosas, y en ese entorno  tranquilo y serio,  el propio de una zona de embarque en Barajas,   la aparición de los hinchas disfrazados de hinchas resultaba muy  incongruente. Daba un poco de vergüenza ajena. En aquel sitio, a aquellas horas. En lo que ha acabado el fútbol.

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Pitos y flautas

Ciertas organizaciones y ciertos grupos parlamentarios han llamado, y desde el Congreso, a una gran pitada del himno nacional durante un partido de final de Copa. Viene a ser la vindicación de un gamberrismo primario, como si llamaran a  eructar y a otras ventosidades.

El  abucheo organizado es, obviamente,  un acto de propaganda que aprovecha  el efecto multiplicador del  fútbol y la tele. Hoy es bien posible reducir ese efecto  al mínimo. Es decir, hacer lo que se hizo en la retransmisión televisiva de una final en Mestalla. Bajar el sonido de la pitada hasta que quede en un lejano eco, y subir el del himno. 

Me dirán que eso es “ocultar la realidad”. La discusión sobre ese asunto puede llevarnos muy lejos, pero por ir al punto: no veo por qué hay que facilitar tan gratuitamente una operación propagandistica, que además es de una  grosería extrema. ¿Cuál es el mal mayor ? ¿Reducir el impacto sonoro de la gamberrada nacionalista o facilitar que  consiga su objetivo? Yo creo que es peor lo segundo: la pitada quiere ser una demostración de fuerza, un mensaje a los españoles de este tipo: mirad como os insultamos, ¡y  nadie puede evitarlo!  ¿Cómo que nadie puede hacer nada? Podemos quitarles el volumen y reducirlos a su realidad: la realidad de las minorías.  Y, además, vociferantes, maleducadas,  inciviles.

También la opción a largo plazo: Suspender el fútbol 

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