¿ Algo que celebrar?

Antes de que se aleje más el aniversario del 68 y su mayo, rescato el artículo que le dediqué al asunto hace unas semanas. No se por qué, pero veo alguna conexión con lo que allí se planteaba y el reciente cambio de Gobierno. Aunque no sea más que la pregunta guía: ¿Algo que celebrar?

Mayo del 68: ¿Algo que celebrar?

(Libertad Digital, 13 de mayo 2018)

En otoño circuló la noticia de que la presidencia francesa, con Emmanuel Macron, iba a conmemorar el 50 aniversario de Mayo del 68. De inmediato, el filósofo Luc Ferry,  destacado crítico del pensamiento 68, preguntó en qué demonios se iba a meter el Elíseo conmemorando un movimiento que quería ser radicalmente hostil al poder. ¿Qué se propone celebrar?, inquirió.  “¿El derrumbe del sistema escolar? ¿La rendición vergonzosa de los intelectuales más eminentes a los delirios maoístas, trotskistas, castristas? ¿La hostilidad al liberalismo? ¿O quizá los aspectos más simpáticos, la liberación de las costumbres, la emancipación de las mujeres, pero ocultando todo lo demás?”

 

Macron no lo hará. Tal vez le impulsara a coquetear con la idea de la conmemoración el apoyo que le dieron el líder más conocido del Mayo francés, Daniel Cohn-Bendit, y otros sesentayochistas relevantes, como Serge July o Alain Geismar. Pero las preguntas cargadas de Ferry permanecen. Nos interpelan sobre la interpretación de un conjunto de acontecimientos que Jean-François Revel calificó de “objeto histórico inaprensible”. Para tratar de aprehenderlo se ha escrito en abundancia: ensayos, novelas, poemas y multitud de artículos y comentarios, que igual que este mío, aprovechan el aniversario redondo. Muchos son intentos valiosos. Otros se limitan a hacer de porteadores del mito, que a lo mejor es todo lo que hay. La construcción del 68 empezó al acabar la fiesta. Entonces se le dota de un sentido y una estructura que seguramente no tuvo. El 68 del que hablamos comienza a existir después del 68.

 

Las consecuencias se suelen resumir en transformaciones sociales y morales, aunque es más probable que fuera al revés: las transformaciones que ya estaban en curso lo propiciaron.  Pero no se puede discutir con los mitos. El mito del Mayo francés ha resultado tan atractivo que incluso en España, donde apenas hubo nada, daría lugar al “yo también estuve allí”. Sucede algo parecido con el antifranquismo. Todo el mundo corrió delante de los grises y  todo el mundo estuvo en París. La construcción del mito llama a la invención de la memoria.

 

Algunos españoles sí estuvieron. Gabriel Albiac, uno de ellos, acaba de publicar su “Mayo del 68. Fin de fiesta” (Confluencias). Para los jóvenes antifranquistas de entonces, París era una meca. Política, cultural, vital. Los que pudieron, fueron allí. Una pequeña minoría. Albiac ha trazado un vínculo entre aquellas revueltas estudiantiles y la caída del comunismo. Porque, en efecto, Mayo del 68 significó el final de los partidos comunistas de Europa occidental de obediencia soviética. Aunque, al tiempo, la primavera parisina trasplantó a suelo europeo el brote maoísta en su instante más demente: la Revolución Cultural. La pesadilla de la Gran Revolución Cultural Proletaria aquí quedó, afortunadamente, en un sueño.

 

Los iniciadores y protagonistas del Mayo no fueron los proletarios, sino los estudiantes. En Francia contaron finalmente con apoyo de los trabajadores, pero el 68 francés, como el alemán y el italiano, fue una revuelta  juvenil. Antes, mucho antes, la burguesía había inventado la infancia. Después, otra burguesía mucho más amplia, ya clase media, inventó la juventud. Esa juventud de clases medias, que empieza a ir masivamente a la universidad, que goza de un nivel de vida que la mayoría de sus padres no habían tenido, estalla de pronto, sorpresivamente para muchos de sus contemporáneos, en una rebelión que, en síntesis, es una rebelión contra la autoridad.

 

La juventud “contestataria” tenía en la diana a las “instituciones represivas”. ¿Qué era una institución represiva? Por ejemplo, la Universidad. Por ejemplo, un aula diseñada a la manera de un aula, porque en ella domina el lugar donde se pone el profesor. Represiva era la vida misma. La vida ordenada, disciplinada y previsible, de normas y convenciones. Represivo era consumir, trabajar, la familia, el “sistema”. Una herencia menor y poco observada del 68 es la invención del “sistema”: engranaje monstruoso que reduce al individuo  a pieza mecánica, que limita e impide la autorrealización. Realizarse, otra causa inaprensible.

 

En California, Herbert Marcuse y sus seguidores habían llegado a la conclusión de que la clase obrera no estaba por embarcarse en revoluciones. Tampoco hacía falta ser Marcuse para verlo. Pero, de hecho, el “sujeto revolucionario” de los comunistas va a desaparecer como tal en la práctica y en la teoría. Ocurrió por obra del capitalismo, de la riqueza que produjo. Y con el sujeto, quedará fuera de juego su “vanguardia”, el Partido, tocado antes por la invasión soviética de Hungría y, en el mismo 1968, por la invasión de Checoslovaquia, que frustró el último y vano intento por instaurar un “socialismo de rostro humano”. Así, en los Estados Unidos aparecerá la New Left y, en Europa, los sensentayochistas remozarán viejas estructuras ideológicas con su imagen desestructurada. Habrá otro desplazamiento concordante: los problemas de identidad y autorrealización irán ocupando el lugar de las políticas de clase.

 

Lo ocurrido, fuera lo que fuese, no se entenderá sin el poder de la imagen: las fotos de los fotogénicos rebeldes, las retransmisiones televisivas de los acontecimientos en directo. Y tampoco se entenderá sin el poder de la música. La música fue, ante todo, norteamericana. Anglosajona. Fue la eclosión de los grupos, hoy bandas. Bandas juveniles. Lo único ciertamente globalizado en los sesenta, entre los países desarrollados, fue la música que consumían los jóvenes. Contribuyó a crear una comunidad juvenil diferenciada, que además vindicaba la juventud. Llegar a los cuarenta era el fin. Prácticamente significaba dejar de estar vivo. A partir de ahí, uno ya era pieza del engranaje.

 

Aquella música, hecha por jóvenes, era el principal medio por el que llegaba -y a través de cual se participaba- en lo que parecía un nuevo modo de comportarse y de pensar. De la música de la época se desprendían, a la vez, la deseabilidad de embarcarse en un estilo de vida al límite – “sexo, drogas y rock and roll” – y la necesidad de ‘cambiar el mundo’ mediante un acto de voluntad fundado en sentimientos de amor y paz. Más que ningún otro medio, fue la música la que hizo imaginar  (“Imagine”, los bed-ins de John Lennon y Yoko Ono por la paz del mundo y contra la guerra de Vietnam) que todo el mundo podía ser feliz y vivir en paz gracias al poder del amor. “We can change the world” (Podemos cambiar el mundo) cantaban Crosby, Stills & Nash. La vía por la que muchos jóvenes llegaron a pensar en política fue la música. No sólo fue una visión naif. Era, de nuevo, la política entendida como salvación. Y la empresa de salvación política se realiza  -¿autorrealiza?- a través de la revolución. De su mito.

 

Raymond Aron, en  “El opio de los intelectuales”, dice que el mito de la Revolución genera la expectativa de una ruptura con la rutina cotidiana y estimula la creencia en que “todo es posible”. De manera similar, lo dice Furet en “El pasado de una ilusión”. La revolución representa una ruptura con el orden común de los días  y “una promesa de felicidad colectiva en la historia”. ¿Por qué fascina?, se pregunta. Porque anuncia que “los hombres pueden desprenderse de su pasado para inventar y construir una sociedad nueva”. Porque es la afirmación de la voluntad en la Historia, “la invención del hombre por sí mismo”.

 

No hubo más revolución en el 68 que la imaginada. Alguna razón tenía el historiador Eric Hobsbwam, comunista hasta el final de sus días, cuando reprochó a los radicales de los sesenta que fueran a hacer a la revolución como quien va a un “Club Med político”. Sin embargo, no todo quedó en una aventura vacacional. Ni en unos momentos mágicos en los que aquellos que participaron vivieron la epifanía de una comunión de pensamiento, sentimiento y acción. Tampoco quedaría todo encerrado en unos días de euforia en los que parecía que “iba a pasar algo que aún teníamos que inventar”, como dice un poema de Enzensberger.

 

Las actitudes rebeldes y aparentemente anti-autoritarias que sobresalieron entonces, la heterodoxia y la iconoclastia de los movimientos de protesta de los años 60 que tanto se celebran y admiran, acabaron por convertirse en dogmas.  En los dogmas, por ejemplo, de una moralidad obligatoria. Uno de los legados del 68 que perviven es la “corrección política”, una auténtica tiranía del pensamiento o, como la describió el liberal (en el sentido norteamericano) Mark Lilla:  una forma de totalitarismo blando. Junto con la “corrección política”, que anidaría sobre todo en la enseñanza universitaria, las peores consecuencias fueron para la escuela, donde la pedagogía inspirada en el pensamiento 68 acabó con el modelo tradicional de aprendizaje y, así, con el aprendizaje, como ha contado muchas veces Alicia Delibes.

 

Sin olvidar, como suelen olvidarse, las ramas violentas que salieron de aquel estallido primaveral. No en Francia, precisamente, pero sí en Alemania, donde la Rote Armee Fraktion cometió su primer atentado -el incendio de dos grandes almacenes, ¡el consumo!- en 1968. Y en Italia, donde surgieron las Brigadas Rojas. En España, ETA empezó a matar aquel año – 7 de junio de 1968, asesinato del guardia civil José Antonio Pardines-, pero esa es otra historia, una que se inserta en la del nacionalismo vasco.

 

Seguimos sin saber qué hay que celebrar exactamente de mayo del 68. Yo todavía no sé en qué cambió aquéllo nuestras vidas, como se suele decir en los aniversarios. Seguro que cambió o dejó huella en la vida de quienes vivieron la aventura, en los que estuvieron allí. Pero al resto, a los que dicen que Mayo trajo cambios transformadores de vidas, les sugiero que intenten explicar en qué cambió su propia su vida a consecuencia del 68.

Incluso la idea de que fue crucial o un gran paso adelante para la emancipación de las mujeres debería aceptarse menos acríticamente de lo que se acepta. Se da por sentado que fue uno de los efectos buenos del 68, pero a ver qué  aportó específicamente lo de Mayo a los grandes cambios hacia la independencia de las mujeres que supusieron la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral y a la educación, incluida la Universidad, o la invención y comercialización de la píldora anticonceptiva. ¿Qué aportó específicamente Mayo del 68 a la emancipación femenina? ¿Las sugerentes imágenes de mujeres jóvenes y atractivas en las protestas? Por cierto: todos los líderes conocidos del 68 eran hombres. Hay que hacer auténticas piruetas intelectuales – pero se hacen-  para derivar del Mayo un salto adelante en la emancipación de la mujer.

 

Tenemos que volver a Luc Ferry para encontrar el anticlímax que nos gusta a los enemigos de los mitos. En una entrevista en 2008, otro aniversario redondo, Ferry dijo que todo aquello por lo que habían luchado los sesentayochistas, que eran sus amigos de entonces, había salido al revés. “Todos se imaginaron que luchaban en contra de la sociedad de consumo. Muchos eran maoístas, anarquistas, trotskistas, así que luchaban en contra de la sociedad capitalista, en contra de la sociedad de consumo”. Pero resulta que “esos jóvenes contestatarios fueron el instrumento del desarrollo del capitalismo moderno”, decía  Ferry. Los valores tradicionales obstaculizaban el ingreso en “la sociedad capitalista del hiper consumo, es decir, en la globalización”. De modo que “Mayo del 68, como toda desconstrucción de los valores tradicionales, se puso al servicio del capitalismo”.

 

Así visto, podríamos concluir que el 68 se autodestruyó ( y que no merecía otro destino). Bien mirados, sus eslóganes más conocidos y repetidos  -”sed realistas, pedid lo imposible”, “prohibido prohibir”, “debajo de los adoquines está la playa”, “la imaginación al poder”- pasarían hoy tranquilamente por anuncios publicitarios. Lemas y  actitudes de los que luchaban – decían- contra la sociedad de consumo quedaron perfectamente integrados en los procesos de comercialización y de consumo. Lo sabemos: la rebeldía vende. Bendita contradicción.

 

Cualquiera que escribe sobre el 68 pienso que se siente tentado a usar sus propios términos, a ponerse en el papel sesentayochista aunque sea para darle un repaso o destruirlo. A mí también me pasa. Nos sentimos tentados a entrar en su marco discursivo, y a hablar y hablarle desde ahí a esos acontecimientos de hace 50 años. Que suceda tal cosa -algo que no ocurre con otros hechos mucho más relevantes de la historia reciente-  es una prueba del poder que aquel “objeto histórico inaprensible” sigue ejerciendo sobre la imaginación, la nuestra, la de sus contemporáneos. Una señal, entre otras, de que continúa seduciendo y llamándonos a entrar en su desorden  vital, en su revolución imaginada, en la liberación de quitarse la carga de la civilización, cada vez más incomprensible y pesada, y saltarse sus normas supresoras para redescubrir lo espontáneo, lo natural, lo lúdico, lo auténtico. Póngase todo eso en cursiva. Pero se ponga como se ponga, en realidad la cuestión más intrigante y difícil de responder sobre el Mayo es ésta: ¿Por qué nos importa?

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Una respuesta a ¿ Algo que celebrar?

  1. Flash dijo:

    Excelente artìculo QC…con brillante remate final:

    “Una señal, entre otras, de que continúa seduciendo y llamándonos a entrar en su desorden  vital, en su revolución imaginada, en la liberación de quitarse la carga de la civilización, cada vez más incomprensible y pesada, y saltarse sus normas supresoras para redescubrir lo espontáneo, lo natural, lo lúdico, lo auténtico”