A falta de producto nacional, hemos de importar del extranjero, y eso pasa también con el pensamiento político. A diferencia de nuestros liberales de pro, que acuden a las fuentes austríacas y, más en la actualidad, a las norteamericanas de su cuerda (Cato Institute), nuestros conservadores (que haberlos haylos) son abstemios: no beben nada, luego no hablan. No tienen discurso. Cuando deberían y podrían.
En una columna de hace unos días citaba yo, como de pasada, a Michael Oakeshott. Me refería a su ensayo On Being Conservative, que merece ser leído en su integridad, mejor en el idioma original o en el libro publicado en España (La actitud conservadora, Sequitur, 2007); o, al menos, en la traducción disponible.
Estamos ante un filósofo, no ante un politólogo (me parece que la posibilidad de que se le confundiera con uno le habría dado escalofríos) y en el ensayo, originalmente una conferencia que pronunció en la universidad de Swansea, sólo una parte menor se ocupa explícitamente de la política y del gobierno.
En todo caso, su recorrido por la actitud (o predisposición) conservadora es una delicia, un paseo en el que es difícil no sentirse prendado -identificado- de alguna de las vistas, alguno de los rincones, que él va señalando en el curso del camino con la naturalidad de un guía que enseña un paisaje familiar.
Hay aquí una pequeña historia. Oakeshott envió este ensayo para su publicación a la revista Encounter, que tiene a su vez una pequeña historia con escándalo. A Irving Kristol, luego padre del neoconservadurismo americano, le llegó el artículo de Michael en 1956, cuando era co-director de Encounter. Lo leyó “con placer y aprecio”, según dice en su artículo American excepcional conservatism, pero decidió no publicarlo.
¡¿Cómo?!
(Continuará)

